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MI EXPERIENCIA VOCACIONAL A TRAVÉS DEL TIEMPO

El suelo donde se asienta la realidad que soy y vivo, la tierra que me acogió, fue un ambiente familiar de hogar. En él recibí amor y confianza. De mis padres y hermanos, del colegio y amistades, fui aprendiendo valores humanos y cristianos, aunque nada está exento de errores.  No tenía por entonces la capacidad para imaginar un proyecto, sin embargo la semilla estaba puesta sin que yo lo supiera.

La adolescencia que recuerdo estaba marcada por la búsqueda, la prisa por encontrar “un no sé qué”, las amistades con quienes compartía inquietudes y deseos, y por algunos ensayos de ser o sentirme mayor. También por realidades que me dieron la oportunidad de vivir actitudes de desprendimiento que ayudaban a crecer y madurar.

 En esta situación privilegiada de búsqueda y de afán por vivir a tope, que es la de todo adolescente, me ocurrió un ENCUENTRO único, diferente, que no se confunde con ningún otro. Han pasado años… y sigue siendo inconfundible.  No se me apareció nadie, ningún ángel, nada por el estilo.  Pero experimenté que Jesús me amaba de un modo impensable y me invitaba a adentrarme en una amistad con él.

Alimenté este encuentro lo mejor que supe, contando siempre con la ayuda de personas que me han acompañado en mis inquietudes y deseos a lo largo del camino.

 

Así fue como aprendí un modo de orar que era más parecido a un diálogo de amistad que iba creciendo entre Jesús y yo, que a unos rezos rutinarios. ¡Qué bien que me ayudaran a descubrirlo! Esta Amistad, en la que han cabido mis mejores momentos y también mis muchos errores, sigue siendo hasta hoy mi gran fuerza, lo que me da certeza y confianza. El centro afectivo en que se apoya mi vida. No se trata de una doctrina ni una idea, es una Persona: Jesús, Hijo de Dios y Hombre entre los hombres.

El comienzo de mi vida adulta tuvo lugar cuando llegué a realizar opciones discernidas y  asumí un compromiso serio de ser coherente con ellas. Dije Sí al Señor de mi vida, no porque me sintiera obligada sino porque me nacía del corazón. Pero surgieron preguntas, ¿cómo se concretaba esa entrega?  ¿Qué tenía yo que hacer? Vivía a la espera de saber qué quería Dios de mí. Hubo un momento, un día, una hora y una situación que no he olvidado nunca: El Señor me hizo comprender que me llamaba a consagrarme a él en la vida religiosa para seguirle y vivir como vivió él: virgen, pobre y obediente. Aquello fue para mí una gran alegría, una luz grande, un camino por dónde podría caminar toda mi vida. Un horizonte enorme se abría ante mí y me sentía dichosa.

Este gozo fue lo que me dio fuerza para dar un giro a mi vida, así pude dejar todo lo que me era familiar y habitual, todo lo que en ese tiempo yo podía tener: familia, amistades, estudios, proyectos… y con mucha libertad inicié mi andadura en la Vida Religiosa. Lo demás ha sido caminar, decía el papa Benedicto que “en lo hondo de su ser, el hombre está siempre en camino”. Y yo ¡había encontrado el Camino!

La siguiente elección fue fácil, ¿dónde? No necesité buscar, el Señor lo había previsto ya, me dio una familia religiosa, la misma que me había educado y enseñado a conocerle más y mejor: la Congregación de Hermanas de la Presentación de la Virgen María. Siendo niña y adolescente, aquellas hermanas que yo veía siempre alegres, siempre disponibles a nuestras necesidades juveniles, que nos enseñaban con su vida un modo sencillo y libre de ser para Dios y para los demás, me hicieron sentir que era eso lo que el Señor me proponía.

Fui conociendo a sus Fundadores: Maximiano y Teresa de la Asunción. Sus vidas encarnaban realmente el evangelio: su máxima aspiración fue siempre buscar y cumplir en todo la  voluntad de Dios. El modelo que nos propusieron fue María en el misterio de su Presentación al Señor. Presentación significa para nosotras un modo de ser presencia del amor de Dios a los hermanos. Y la misión que nos confiaron: Anunciar a Jesucristo, hacerle conocer y amar. 

 

Este fue y sigue siendo el proyecto de vida que el Señor había puesto en mi corazón. Siento que en pequeña escala y de modo humilde, puedo decir que “su Espíritu está sobre mi, porque me ha enviado a sanar heridas y alentar corazones oprimidos”. Esto hace que me sienta feliz aún en situaciones duras o adversas. 

 

Puedo decir con palabras del papa Francisco:

Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona.

Haberlo encontrado yo es lo mejor que ha ocurrido en mi vida.

Darlo a conocer con mis palabras y obras es mi mayor gozo, el gozo de evangelizar[1].

 

[1] Cf Evangelii Gaudium, 107

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